sábado, 15 de mayo de 2010

De La Nieve Soy

Frío claro, seco, con luz blanca, pura, y una capa gruesa de nieve que cubría todo. Así eran los días de su juventud. Los que más añoraba. Los que más le dolían cuando pensaba que no los volvería a ver. En algún lugar del mundo aún había días así. En su tierra, en aquel mismo momento, a lo mejor hacía un día así. Santos hubiera dado la poca vida que le quedaba por estar allí y vivir un día más de aquello. De los días de verdad. Pero le había tocado morir en una playa del Caribe con un calor asfixiante y un sol que quemaba y un cielo azul borroso que le cegaba la vista, y con los pulmones llenos de agua y arena y aire caliente.

“¿Hoy no lo toma con miel, Don Santos?”

“Pues no, Johnny, hoy no tengo ganas de adornos. Que venga solo y fresco.” Resopló de forma dramática, como quien justifica su elección mecánicamente.

“Como Dios lo hizo, Don Santos, y nada más.” El camarero hablaba por hablar. Santos no era un cliente más; habían compartido tanto tiempo y tantas experiencias dulces y amargas que tenía un tono especial para él, pero daba la razón a todos, dijeran lo que dijeran, y tenía el mismo interés en lo que tomaba Santos como éste había puesto en elegirlo. Los dos cumplían normas, hacían su papel.

Johnny llamaba de Don a todos los habituales de cierta edad. Cuanto mejor los conocía cuanto más formal el trato. Así se evitaban las confianzas y se cobraba mejor. Sólo dejaba a cuenta a los que siempre pagaban, y sólo invitaba cuando sabía que el cliente se iba a marchar irremediablemente. Era el mejor amigo de todos.

“Hace mucho calor, Johnny. Pronto tendré que irme a casa. no lo soporto.”

“¿No se baña, Don Santos? Doña Ana le llevaba al agua cuando se le ponía la cara así, y hacía muy bien. Por eso la tenemos aquí tan cerca.” Johnny siempre tenía vasos que limpiar, por muy vacío que estuviese el chiringuito, quizá por la forma tan lenta e intensa que tenía de pasar el trapo, y así no tuvo que mirarle a la cara a nadie salvo para recordar las deudas.

“No me gusta bañarme, Johnny. Nunca me ha gustado, lo hacía por ella.”

“Y le sentaba bien, Don Santos, no me diga que no.”

“Pero ya no es lo mismo, Johnny. ¿Para qué me quiero sentir bien?”

“Para no sentirse mal, tal vez. Mucha gente lo hace.”

Hacía treinta años que había conocido a Ana y se había enamorado. Locamente. Ella había insistido en que dejara de trabajar. Le importó poco a Santos. Tenía poca ambición. Pero Ana había querido ir a una playa caribeña, y vivir un verano interminable. Había perdido a sus padres y encontrado al amor de su vida, y tenía medios para realizar su sueño. Santos no tenía familia pero la idea de canjear Helsinki, a donde había llegado en su búsqueda del invierno perfecto, y donde estaba Ana de paso cuando se conocieron, por el calor eterno de este lugar tropical le repugnaba.

Aceptó, por amor, y a pesar de lo que sufrió no se arrepintió de hacerla feliz. Una vez al año, en enero o febrero, pasaban quince días en Canada o el norte de Europa, y una vez en los montes del Tíbet y Santos revivía mientras su mujer tiritaba, pero siempre volvieron a su casa de la playa, y a Santos no le importaba.

Pero hacía diez años que la salud de Ana no les dejaba viajar más que unos kilómetros hacia el interior hasta que la humedad y los mosquitos les paraban, y hacía cinco que Ana había fallecido, dejándole a su marido sólo en el mundo, con medios para ir a donde quisiera y un cuerpo desgastado que no se lo permitía.

“Hay amores que matan, Johnny, sabes que lo dicen en mi tierra. El sol la secó y el agua la mató. Con lo que amaba ambas cosas.”

“Perdone que lo diga, Don Santos, pero el agua le ahorró mucho sufrimiento. Hay que tenerlo en cuenta. Fue una bendición.” El camarero estaba restregando la otra punta de la barra, mirando el horizonte, y sus últimas palabras casi se las lleva la brisa.

“¿Lo comprendes, verdad, Johnny? Muchos no lo harían. Murió arropada por lo que más quería. Y no se enteró. Prometo que no. Mejor así, ¿verdad? Mejor así que tenerla y verla quedarse poco a poco en nada. Prefiero que fuera así.”

“Hace Vd. muy bien, Don Santos. No lo dude.”

“Pero no puedo volver al agua. Me hace pensar muchas cosas. Además, ya es tarde para que me socorra el agua. Me va a tocar esperar. Lo que Dios quiera.” También dirigió la vista hacia el mar, mirando sin ver.

“¿A qué estamos, Johnny? ¿Al 31?. Mañana, en alguna parte, comienza otro año. Aquí no. Aquí ya no cambia nada, ¿verdad?, Johnny. ¿Sabes que en mi tierra ahora está nevando, y sopla un viento del norte que te corta la cara? Qué tiempos.”

“Y ¿cuál es su tierra, Don Santos?”

“Soy del hielo, Johnny, de la nieve y el frío. Me crié entre peñas blancas y cielos tordos. El sol era una cosa que creábamos con el alma, y era más bonito que éste. El de aquí no se puede ni mirar. ¿Quién sabe si es bello o no? Sólo aflige.”

“A mucha gente le gusta, Don Santos. ¿Se ha fijado Vd?”

“Mucha gente sólo sabe sufrir, Johnny. Sólo sabe morir. Yo he sabido vivir, no lo olvides. Pero ahora soy viejo, Johnny. Viejo y débil, y no tiene remedio ya.”

“Todo esto, Don Santos, todo aquello, ¿ha merecido la pena?”

“Creo que sí, Johnny. Me gustaría creer que sí.”

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