Morir es de los vivos. Por supuesto. Llorar a los muertos es de los vivos. Los seres humanos somos así. Visitar el lugar donde dejamos sus cuerpos también es de los vivos, y algo menos explicable. Llevarles flores que no verán y que se llevará el tiempo, el viento, o el hijo de la tumba de al lado que no ha traído las suyas propias carece de toda lógica. Pero, somos humanos, y somos así. A partir de allí, reírse con amigos con los que se encuentra uno, discutir con el que te quita la plaza donde pretendías aparcar, poner cara de aburrimiento mientras tus padres miran una lápida, intentando expresar un sentimiento real con un rictus fingido, espiar a las inmensas familias gitanas que se congregan en torno a sepulcros enormes y de gusto muy discutible, resulta casi natural.
El cementerio estaba lleno este lunes. Fuera había decenas de puestos de flores para los que habían pensado que no hacían falta, un montón de coches para los que no querían andar, un buen número de policías por si los coches no encontraban sitio o do familias encontradas llegasen a la vez, vendedores de regaliz de palo, mendigos y borrachos que aparecen siempre cuando se junta una muchedumbre; y dentro la gente, mucha gente, procesa, se detiene, contempla, observa, actúa, se ríe, discute, a veces llora, limpia, dispone flores, comenta la limpieza y las ramas de los demás, lamenta que hay más tumbas que nunca, y que hay inquilinos nuevos en el patio de párvulos.
Los muertos dan mucha vida, y el día de los santos los vivos salen a jugar entre los muertos. Resulta un espectáculo muy interesante.
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