sábado, 23 de enero de 2010

El Rata

"Una vez fue humano, y ahora era dueño de unos metros cuadrados de un túnel bajo las calles de Londres. Era suyo porque no lo quería nadie. La estación más cercana había cerrado antes de que naciera y años después habían sellado el túnel para que no se inundara. El sellado falló, pero el agua no quiso entrar y se convirtió en el refugio de uno que no podía tener otra cosa. Su vida, que antes había carecido de propósito, se llenó de la preocupación de defender su casa de los que se la querían quitar. No sabía quienes eran, ni porque la iban a querer, pero temía, y desesperaba, y pasaba gran parte de su vida escuchando.

El que escuchaba no tenía nombre, si por eso se entiende identidad. Él no pensaba en qué era, y los demás no lo veían nunca. No se escondía exactamente, pero su casa, lo que había convertido en casa, estaba tan oscura y apartada que era rarísimo que nadie penetrase hasta allí.

...

No sabía donde estaba, no era capaz de ubicar su mundo en el mundo de los demás que una vez había conocido. No sabía que la calle donde vivía, bajo la que vivía, se llamaba Curtis Grove, ni que la estación que la había servido setenta años antes era un restaurante indio de cierto renombre. Salía de madrugada a recoger y guardar las sobras que tiraban cada noche en un callejón oscuro, sin saber que compartía mantel con actores y periodistas y políticos, y mucha gente más anónima pero muy variada, y de saberlo no habría comprendido la importancia ni del hecho ni de la gente.

...

Cuando encontraba botellas- no siempre las tiraban allí,-juntaba las gotas restantes de todas en una de ellas y así se daba el gusto de un trago de vino o coñac para calentar sus entrañas. Agua se filtraba constantemente por el techo del túnel y sabía donde ponerse para recoger un hilo amargo con la lengua. La sed le atormentaba siempre, y el agua no la aliviaba, así que sólo bebía cuando se le ocurrió hacerlo, como una rata en su jaula.

Escuchaba porque había qué oír. A la oscuridad no la acompañaba el silencio.

Muchos de los sonidos le eran familiares- le acompañaban casi siempre, eran la banda sonora de su existencia, de su paso por el mundo que no se podía llamar vida, si vivir es ser consciente de lo que es y lo que puede ser, sentir lo bueno y lo malo, aspirar a más, soñar y reír, tener ganas espontáneas de conocer lo que se percibe y experimenta. Nada de esto ocurría en la cabeza ni el corazón del hombre. Sólo existía.

No le gustaban los ruidos, por muy familiares que fueran, y por mucho que conociera su procedencia y supiera que no representaba ningún peligro. No razonaba y todo lo que existía, dentro y fuera de sí, le afectaba y por eso le daba miedo. Sin control alguno sobre el mundo, ni siquiera sobre la pequeña parte que le dejaban habitar porque no la quería nadie, ni siquiera, ni siquiera sobre su propio cuerpo o su propia mente, todo lo que hacía el mundo podía suponerle algún peligro. Sólo la oscuridad y el silencio le tranquilizaban, porque no eran nada.

Sonaba constantemente el correteo de las ratas y las cucarachas, el mordisquear de innumerables criaturas pequeñas que vivían como él, cubiertas de inmundicia y nutriéndose de los despojos que rechazaban los que viven por derecho propio. Como estas, no analizaba su existencia, la aceptaba porque era así. No se planteaba otra cosa, y no se planteaba el no existir. Si su existencia parecía no merecer la pena, es poco probable que fuera capaz de concebir y contemplar su propia mortalidad. El miedo que sentía, un pavor constante, tenía que ver con su ser, no su posible no-ser.

No sentía ningún tipo de compañerismo con las criaturas que compartían su mundo, no eran amigos para él. En sí no eran enemigos tampoco, pero cuando se movían él no sabía qué pretendían, qué le podían hacer si quisieran. Estaban, y no le gustaba.

El agua que le sostenía llegaba filtrada por la roca que le protegía; buscaba grietas y se colaba por ellas, siguiendo unas normas consagradas por ser más viejas que el mundo, y tronaba su gotear e insidiaba su fluir. Caía sobre el duro suelo y las zonas de telas y trapos y basura y comida podrida que aún no se habían llevado las ratas. Y penetraba eternamente en el oído del hombre y le angustiaba.

Cuando caminaba las botas que llevaban media vida en sus pies hacían ruidos sordos que como todo retumbaban en el túnel, y que no podía acallar. Procuraba moverse con cuidado y pisar con suavidad pero le molestaba y decepcionaba siempre la agresión sensoria que tenía que sufrir al desplazarse. Lo hacía con una torpeza que le llevaba a rastrear las suelas contra el cemento y chocar con las puntas con todo lo que había cerca de su camino. Nunca sabía dónde estaba nada, dónde había dejado la comida, los trapos, los trastos y demás objetos que bajaba a su guarida, por dónde quedaban los otros túneles, dónde estaba el borde del andén, el límite de su mundo, qué había en los viejos raíles, donde no bajaba nunca. No sabía que las vías ya no estaban, que se arrancaron para las fábricas de armas durante la guerra, pero apenas era consciente de qué había sido el lugar que era su casa y no se imaginaba raíles, sólo sabía que existía un borde y que se podía caer. Tropezaba con todo, se daba golpes en la cabeza y se los volvía a dar porque no se acordaba de dónde se había dado, encontraba cosas que creía perdidas y se olvidaba al momento de dónde estaban y hasta de que una vez las había tenido. Localizaba el agua por el toc, toc, del goteo, o por sentir su humedad. Lo único que situaba siempre era la salida a la calle, que quedó grabada en su mermada memoria por una rareza de esas que gasta la mente humana.

...

No buscaba paz exactamente, a pesar de ser consciente de que no la tenía. No era capaz de imaginar que las cosas fueran de otra manera, sólo sabía que no le gustaba como eran. No le gustaba casi nada de las circunstancias de su existencia, pero había perdido la facultad de aspirar; sólo sabía sufrir.

Habituado a todo, lo aceptaba todo, su único placer el sentirse dueño de su porción de túnel.

Y se lo querían arrebatar. Estaba convencido de esto por el tren que a veces pasaba, veloz y ruidoso, llenando el túnel de luces que le desorientaban y corrientes que levantaban todos los restos de vida que tenía a su lado y los hacían saltar y girar, hasta que el trepidante claqueteo se perdía a la vuelta de la lejana curva. Pasaba el tren, a veces cada muchos días, a veces cada pocos, a cualquier hora, normalmente cuando tenía gran deseo de refugiarse en el sueño y no podía, y la ansiedad se apoderaba de él más fuerte. Nunca paraba, y en el andén no lo esperaba nadie, pero lo interpretaba como señal de que no le concedían título pleno sobre su casa; el tren pasaba para advertirle que aún podían hacerlo si querían.

Era siempre el mismo tren; siempre de seis vagones, con una pintada, más bien un garabato grande, en el lateral del segundo que le recordaba, no sabía por qué, los rasgos de la cara de su madre, que sólo tenía existencia ya en la mente de su hijo, y sólo en aquellos instantes. Las luces del quinto vagón estaban fundidas, a pesar de lo cual viajaba en él siempre un hombre gris de mediana edad, que observaba ansioso las puertas como si temiera que entrara otro. El maquinista llevaba una gorra bordado en oro como un capitán de marina, y era gordo y no sonreía.

Todo estos detalles divisaba el hombre al pasar el tren, lo veía todo con claridad y nunca cambiaba nada. Y en el cuarto vagón el mismo hombre estrangulaba eternamente a la misma mujer, contemplado por dos chicas jóvenes cuyas caras registraban algo entre horror y placer. Le desconcertaban más las expresiones de las chicas que la suerte de la mujer; sentía que el horror era para él, y el goce para el acto que presenciaban. Cuando el tren se alejaba tomando la curva se oía siempre el mismo grito, alto, roto, lleno de terror, y no sabía si una de las chicas reaccionaba al crimen o si la mujer se había librado momentáneamente de las manos que la sujetaban..."

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